Katherine se estiró, haciendo tronar los huesos de sus hombros. Le había costado, pero por fin había terminado su proyecto. Esto de trabajar desde casa no era lo suyo, estaba segura de que comenzaba a presentar síntomas de claustrofobia. Llevaban ya nueve meses en casa, saliendo solo a lo mínimo indispensable. Al inicio les había parecido genial, ¿quién no disfruta de vacacionar en casa y no preocuparse del tráfico? Pero pronto comenzó a extrañar a todos en el cuartel. A veces deseaba que los efectos de los grilletes del libro en el que había participado fueran reales, de ese modo no tendría que preocuparse por enfermar.
—¿Ya puedo prender las luces del pino? —preguntó una voz infantil al fondo del pasillo.
—Aún no termina de anochecer, Óliver, espera un poco más —fue la respuesta de Israel.
Al principio Óliver había sufrido mucho el encierro. Él era muy juguetón y corría de un lado a otro sin parar. Perder de forma tan repentina las salidas al parque, el gimnasio y albercas del cuartel y ya no poder ver a Emy, Isabel ni a los demás chicos de Silma le había golpeado duro. Pero poco a poco retomó la alegría y comprendía muy bien que era por su salud que debían quedarse en casa. Era un buen niño.
—¿Y ahora?
—Ya te dije que esperes un poco más.
—¡Pero quiero prender las luces ahora!
—¡Que no! ¡Quítate de encima! ¡Mi cabello! ¡Katherine!
Aunque los berrinches le salían con mucha facilidad. Era hora de ir a rescatar al pobre de Israel.
—No se peleen, muchachos, no quiero que rompan las esferas —habló la pelinegra, ingresando a la estancia.
Israel y Óliver daban vueltas encima del tapete, jalándose mutuamente el cabello y las sudaderas. A veces Israel podía ser más infantil que el pequeño niño pelirrojo.
—Prometiste ser un buen ejemplo para Óliver mientras viviéramos juntos.
—Él empezó… —se quejó el moreno, soltando al chiquillo, quien salió corriendo a esconderse detrás de las piernas de Katherine.
A modo de burla, le enseñó la lengua al mayor, haciéndolo rabiar.
—¿Qué te parece si me ayudas primero con la cena? Después de comer podemos encender las luces del pino —sugirió la mujer, haciendo que Óliver asintiera entusiasmado.
Cuando el niño corrió hacia la cocina, Israel suspiró, cansado.
—No comprendo de dónde sacas tanta paciencia para lidiar con él. Al primer berrinche yo ya estoy reventando.
—Es el encierro, Israel. Solo piensa en que esto pronto terminará.
—¿Has sabido algo del cuartel?
—Parece que haremos una videollamada con los más posibles para Navidad, será divertido. Espero que no tengamos problemas con el internet.
—Más vale que no. Encima que aumentó de precio… —Israel tomó asiento en el sofá y comenzó a murmurar, quejándose de los servicios y sus elevados costos.
Katherine sonrió y sacó su celular, para luego tomar asiento junto a su compañero.
—Deja de fruncir el ceño y sonríe, quiero tener una foto navideña para mandarles a los chicos.
Justo cuando abrió la cámara de su celular y enfocó para tomar la fotografía, las luces del pino se encendieron y Óliver saltó hacia la cabeza de Israel, empujándolo hacia el frente.
—¡Di ‘cheese’, Israel! —exclamó Óliver con tono burlón y, en cuanto vio que la fotografía había sido tomada, salió corriendo hacia la cocina de nuevo, y fue seguido de cerca por Israel.
Katherine sonrió con ternura mientras observaba la pantalla de su celular. No podía quejarse, esos dos le ayudaban a olvidar la melancolía…
—¡Que sueltes esa batidora, las galletas no son cena, son postre!
…y le ayudaban a ingeniarse nuevos lugares en donde esconder electrodomésticos y dulces para que Óliver no los encontrara.