Como ya es tradición, iniciemos el texto así: era la mañana del 24 de diciembre, ni un alma se movía en la sala de estar del cuartel, lugar donde se había acordado que harían su reunión navideña. Era amplio, con grandes ventanales que podrían abrir (sin morir congelados gracias a la onda de calor que decidió visitarlos en las fiestas festivas) y se podrían acompañar sin riesgos mayores. Solo una pequeña niña de calcetines disparejos se encontraba tumbada sobre el tapete, coloreando un libro de unir puntos que Óliver y Emy le había regalado hacía unos días.
Su hermana mayor, Londria, estaba sentada en un sillón personal, tomando un té y leyendo, como siempre, uno de sus tantos libros. Ambas hermanas estaban tranquilas, disfrutando de la compañía mutua, sin ningún problema en sus mentes, ningún estrés, sin ningún compromiso…
—¡Oríllese a la orilla! —exclamó Emy, vestida un brillante vestido rojo y una barba que era más grande que su infantil cuerpo, volando en tamaño humano por toda la habitación y colocando escarchas de último minuto, luces adicionales y muérdago para atrapar a los incautos.
Tras ella entró corriendo Natalia con una caja de regalos que había terminado de envolver, con apoyo de Ella y los colocó debajo del pino que estaba en un rincón de la estancia.
Sin decir más, las tres personas salieron presurosas del lugar y el silencio regresó a la estancia.
Londria parpadeó un par de veces y devolvió su vista al libro en sus manos. Se sentía un poco desconectada de lo que había estado leyendo debido a la interrupción, y regresó al inicio de la hoja. A veces olvidaba lo enérgicos que eran sus amigos. Pero la verdad hoy los había notado más tensos que de costumbre. Una parte de ella moría de curiosidad por saber el motivo, pero no entendía qué les pasaba.
—Oye, Londria —habló Silma, sentándose sobre sus piernas cruzadas.
—Dime.
—¿Cuáles son nuestras tradiciones navideñas?
Londria guardó silencio y dio un pequeño sorbo a su té. Ahora lo entendía. Era la primera navidad que todo el cuartel pasaría junto a Silma y Londria.
—Creo que aún no tenemos una tradición festiva aquí en el grupo —suspiró Londria y levantó la vista hacia la niña.
Silma se puso de pie ya la observó con incredulidad.
—¡Eso no puede ser! Leí que las tradiciones son muy importantes, ¿cómo es posible que no tengamos una?
—Tal vez haya alguna, pero la verdad, desconozco.
La niña sacudió su cabello, exaltada, y salió corriendo hacia la cocina. No era posible que no tuvieran tradiciones.
Sin que la vieran, porque le habían insistido desde muy temprano que no se acercara a la cocina para evitar accidentes, Silma se asomó y estudió el lugar con detenimiento. El aroma del lomo mechado recién salido del horno se confundía con el de los frijoles puercos y los paquetes de tamales que esperaban en una mesa.
Una de las Isabeles (Silma todavía no podía distinguirlas) casi corrió fuera de la cocina con bandejas de buñuelos y galletas, Israel la siguió con una cafetera entre los brazos.
—Vamos a chocar si te quedas en la entrada —le dijo sin verla.
Silma ignoró el regaño y se escabulló debajo de la mesa. Otros pares de piernas entraron y salieron, iban a las estufas y los refrigeradores, se detenían por segundos y continuaban su camino. Las voces de Carmela y Ella sobresalían del caos y eras atendidas por todos los demás, pero la niña no estaba segura de quién hacía qué o de si no se confundirían las instrucciones.
Puso la cabeza entre las manos. ¿Así serían todas las Navidades que pasaran juntos, con la mayoría de los adultos corriendo, otros haciendo nada o apartándose para no estorbar? Si esa era una tradición, no le gustaba para nada.
—¡Silma! ¿En dónde estás?
Alzó la cabeza. No supo cómo ni cuándo, pero ahora no veía pies a su alrededor. De hecho, todo estaba muy callado.
—¡Si no vienes, empezaremos sin ti!
Silma gateó para salir de su escondite y fue al comedor.
Lo que vio la dejó sin aliento: las mesas que habían juntado para la cena tenían en el centro bacalao, romeritos, tamales, pavo, lomo y ensalada. Cada asiento tenía copas doradas o de vidrio y un plato preparado para ser llenado. Todos los personajes también estaban ahí: hombres, mujeres, niños, ángeles, elfos, brujos, híbridos y más tipos de seres la esperaban. Algunos sentados y sonriendo, otros todavía de pie y viendo en dónde acomodarse.
Londria le señaló una silla.
—Vamos, todos tenemos hambre.
Mientras tomaba de su jugo de uva y movía el plato para que su hermana no le sirviera ensalada, Silma sintió una dicha secreta. Ya comprendía cuál era su tradición navideña. No era estar a las carreras, o cocinar mucho, o que los adultos se presionaran porque las cosas salieran bien (bueno, tal vez había un poco todo eso), si no ese momento que estaba viviendo, en medio de sus amigos, pasando el tiempo en cualquier forma que los hiciera felices.
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